«Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo» [121], amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39). El Concilio Vaticano II afirmó: “Creemos que la Iglesia es indefectiblemente santa”.
En los últimos días, los diversos medios de comunicación han publicado, la información sobre los abusos sexuales del clero en seis diócesis de Pensilvania y en otras partes del mundo. Ante acontecimientos tan penosos podríamos preguntarnos:
¿Cómo puede ser Santa una Iglesia formada por tantos pecadores, llenos de múltiples pecados? ¿Por qué se admiten como parte de la Iglesia a los pecadores?
¿Es posible vivir al servicio de Dios de forma hipócrita, atrapado en la celebración de rituales vacíos y mecánicos?
La Iglesia está formada por pecadores, seres humanos que poseen virtudes y defectos; gente deseando ser transformados por Dios. De manera que la Iglesia Santa abraza en su seno a los pecadores, de ahí el llamado permanente a la conversión, pues nos congregamos en la Iglesia como pecadores que hemos aceptado ya la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación, siendo la santidad, la vocación de cada uno de los miembros de la Iglesia y el fin de toda su actividad.
La Iglesia admite a los pecadores porque es católica, es universal y ha sido enviada por Cristo en misión (cf Mt 28, 19) a la totalidad del género humano para su conversión. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan” (Lc 5, 32). Podemos caer en la tentación de desear que la Iglesia acoja solo a los justos e inmediatamente somos presa del pecado del fariseísmo que nos hace egoístas, soberbios e injustos con nuestros semejantes, pues al definir los criterios de la perfección podríamos asumir que ya cumplimos con ellos.
Quienes hemos asumido un ministerio o servicio apostólico dentro de la Iglesia, debemos revisar permanentemente, si estamos viviendo nuestra relación con Dios y el prójimo, con autenticidad y coherencia en relación al Evangelio, sin hipocresía, sin posturas falsas y sin privilegios. La santidad nos llama a vivir la radicalidad del Evangelio y a testificar con ejemplo sencillo, generoso y sin falsedad, así presentaremos ante el mundo una Iglesia creíble.
Nosotros no somos menos pecadores que los demás, de una u otra forma pecamos y también hacemos daño al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Por eso no debemos asumir la posición de espectadores ante una situación que afecta a todos los que hemos sido bautizados en esta Iglesia, pues por el Bautismo somos llamados a ejercer nuestro ministerio de sacerdotes, profetas y reyes, intercediendo, anunciando y sirviendo al cuidado de cada miembro de la Iglesia, “De manera que si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él” (1Cor 1, 26).
El Papa Francisco nos exhorta “a decir no al abuso de cualquier tipo, decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo favorecido por los propios sacerdotes o por los laicos”, la única manera que tenemos para responder a este mal que ataca a la Iglesia, es vivirlo como tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo de Dios.
Invoquemos el nombre de Dios en todo momento para que su amor nos colme y podamos compartirlo con todos los que nos rodean. Que el Espíritu Santo nos regale la gracia de la conversión y la unción necesaria para sentir la aflicción por el dolor de nuestros hermanos que sufren.
La iglesia es de Dios, no de los hombres!
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Ameeeenn!!!
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